Dolores Veintimilla Galindo
Poetisa quiteña
nacida el 12 de julio de 1829, hija de don José Veintimilla y de doña Jerónima
Carrión. Educada en el seno de una familia aristocrática, ilustre y culta,
vivió una infancia feliz rodeada de múltiples atenciones. De sus primeros años,
ella misma, en sus «Recuerdos», se expresa en los siguientes términos: «En 1847
tenía 17 años cumplidos. Hasta esa edad mis días habían corrido llenos de
placeres y brillantes ilusiones. Con la mirada fija en un porvenir risueño y
encantador, encontraba bajo mis plantas una senda cubierta de flores, y sobre
mi cabeza un cielo tachonado de estrellas. ¡Era feliz! y pensaba que nunca se
agotarían esas flores ni se apagarían esos astros!... Adorada de mi familia,
especialmente de mi madre, había llegado a ser el jefe de la casa; en todo se
consultaba mi voluntad; todo cedía al más pequeño de mis deseos; era
completamente dichosa bajo la sombra del hogar doméstico, y en cuanto a mi vida
social, nada me quedaba que pedir a la fortuna».
El 16 de febrero de ese mismo año,
cuando se encontraba en la flor de su juventud, contrajo matrimonio con el
médico colombiano Dr. Sixto Galindo, y antes de finalizar el año nació su hijo
al que llamó Felipe Santiago José. Poco tiempo después, por razones de la
profesión de su esposo se trasladaron a vivir en Guayaquil, ciudad que les
abrió las puertas y los recibió en los mejores círculos sociales. “El ambiente
cultural de Guayaquil era algo más amplio que el de Quito, pues en el puerto ya
figuraban las jóvenes Angela Caamaño Cornejo de Vivero, Dolores Sucre Lavayen y
Carmen Febres-Cordero de Ballén” (Fernando Jurado Noboa.- Los Veintemilla, p.
357). Fue entonces cuando comenzó a expresar, en prosa y en verso, las
insatisfacciones sentimentales que vivía y las frustraciones de comprender que
no era amada con la misma intensidad. Poco a poco, intentando escapar de sus
penas, buscó refugio en la literatura ambicionando atraer junto a sí a los
hombres más famosos para recibir de ellos la savia de sus conocimientos. En
1854 viajó a Cuenca con su esposo e hijo. «Cuando Dolores llegó a Cuenca, los
más finos espíritus, y no sólo de Guayaquil, la estimaban como mujer de
exquisita sensibilidad y cultura. Y en torno a ella se agrupó, en la capital
azuaya, la que Crespo Toral llamó La Primera Familia Cuencana: Corral, Cordero,
Fernández de Córdova, José Rafael Arízaga y A. Merchán. Fue aquel el más
importante cenáculo romántico del siglo, y Dolores, su animadora. Tomó parte
también de las inquietudes del grupo el poeta chileno Guillermo Blest Gana, el
mayor admirador de las altísimas cualidades de la poetisa quiteña» (Poetas
Románticos.- Clásicos Ariel No. 9, p. 20). Al poco tiempo, y sin conocerse
hasta hoy las causas, su esposo se marchó a Centroamérica dejándola en la más
absoluta pobreza. Fue entonces cuando sola, abandonada y buscando alivio a su
dolor, se refugió en los inconmensurables campos del arte, dedicándose a la
pintura, la música y la poesía.
En abril de 1857 asistió al fusilamiento de un
indígena llamado Tiburcio Peñafiel, sentenciado por los Tribunales de Justicia
del Azuay a la pena capital bajo la acusación de parricidio. Impresionada por
dicha sentencia y por la ejecución de la pena, a las que consideró injustas y
excesivas, una semana más tarde publicó una hoja suelta titulada «Necrología»
que decía así: “No es sobre la tumba de un grande, no sobre la de un poderoso,
no sobre la de un aristócrata, que derramo mis lágrimas. ¡No! Las vierto sobre
la tumba de un hombre, sobre la tumba de un padre de cinco hijos, que no tenía
para estos más patrimonio que el trabajo de sus brazos”; y finalizó
sentenciando dramáticamente: “Que allí tu cuerpo descanse en paz, pobre
fracción de una clase perseguida; en tanto que tu espíritu, mirado por los
ángeles como su igual, disfrute de la herencia divina que el Padre común te
tenía preparada. Ruega en ella al Gran Todo, que pronto una generación más
civilizada y humanitaria que la actual, venga a borrar del código de la patria
de tus antepasados la pena de muerte”.
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